El espacio entre la mesa de luz y un enfermo es como el espacio entre las venas y la sangre: esencial y abismal. Algo que sucede en lo secreto, en el interior. Son como planetas cuya gravedad y órbita dependen del tamaño de sus masas. Ecosistemas simbióticos. La necesidad es mutua.
Caen los atardeceres pero ninguno puede moverse. Se piensan. Se olvidan también. Producto de la edad, podríamos decir.
Aumentan las distancias cuanto mayor la necesidad de aquello que asila la mesa. Es su valor diferencial. Su carta a favor.
Pero en el medio del duelo diario el pobre señor tiene una ventaja: todavía sabe cómo gritar.